El abuelo
Ahí estaba el pequeño frente a la caja alargada de
madera brillante. Gerardo se acercó disimuladamente entre la gente y subió a
una silla que estaba abandonada a un lado. Apoyo sus manos sobre el vidrio del
ataúd, lucían diminutas. Manitos pequeñas de un tono rosado claro en
comparación con las extremidades de el señor que yacía adentro del cajón.
El niño miraba con curiosidad tratando de descubrir
una seña de parte de aquél hombre que amaba. No encontraba nada. La figura
lucía como un muñeco de cera amarillento. Las manos de el hombre reposaban
juntas sobre el pecho aferradas a una cruz de madera. No hacían justicia a las
grandes manos cariñosas que tantas veces le acariciaron la cabeza con amor,
veía como las uñas tenían el mismo color de la piel y la cara descansaba con
una expresión inhumana.
Los ojos cerrados no le dejaban saber como se sentía
y esto lo inquietaba…
- ¿Estará dormido? , se preguntaba.
Comenzó a pensar en que si tal vez se hubiesen
equivocado y éste ser que yacía acostado en la caja, tal vez, solo tal vez,
pudiese ser otra persona. Sería una imitación, un doble, un clon. Se paseó por
la idea de que era posible que el abuelo estuviese en casa esperándolo con el
vaso de leche y las galletas, sentado en la mesita de la cocina, con el radio
encendido.
Las manitos de Gerardo, pequeñas, cabían en el vaso
de leche donde mojaba las galletas…
- Mmmm, que ricas, pensó.
Se encaramó y apretó su naricita achatándola contra
el vidrio. Estripada la nariz, tratando de olerlo, de sentir su aroma que ahora
solo quedaba en su memoria.
Cada tarde él sabía que su abuelo estaba en casa por
que el olor de su colonia llegaba a su nariz antes que el sonido que traía con
sus pies cansados.
El lo esperaba ansioso, era un ritual aprendido y
compartido entre el abuelo y el nieto. Dos generaciones distantes separadas por
años y sin embargo la diferencia de edad
se diluía en el vaso de leche mientras los dos comían sus galletas y hablaban.
Gerardo pensaba triste que su abuelo ahora no lo
llevaría más al kiosco a comprar las barajitas de el álbum de fútbol que tanto
le gustaban. Ya no le contaría de las peripecias de su vida en una ciudad que
se parecía a esta en la que vivían ahora pero que él insistía, no era la misma
y Gerardo asentía inocente.
Nada tenía importancia en éste momento en el que ya
solo trataba con dificultad de entender que era lo que pasaba. El porqué de
este ser en la caja que parecía una copia de su querido abuelo.
Pensó como los acontecimientos había sido
reveladores.
La vecina lo buscó al colegio y él sabía que cuando
esa señora aparecía era por que algo malo sucedía en su familia. Así fue la
otra vez, ella lo recogió en la tarde y cuando llegó a la casa el ambiente
enrarecido le gritaba que algo malo sucedía y efectivamente esa noche su mamá
le habló de cómo su perro ya no iba a estar más con ellos. No lo vió nunca más.
Eso era esa mujer en su recuerdo, un pájaro de mal
agüero siempre con malas noticias.
Esa tarde cuando su abuelo no apareció y la vecina lo
vino a despegar del borde de la escalera donde se había sentado en la salida
del cole, Gerardo empezó a llorar inmediatamente. Entendió sin palabras. Nadie
tuvo que hablarle de lo que le pasó a su amado abuelito, nadie tuvo que
esforzarse en inventar historias, apenas miró a la vecina, lo supo.
Desde hace un rato largo lo escrutaba y concluía que
definitivamente éste muñeco inmóvil era lo que quedaba de su abuelito. No le
gustaba. Ni siquiera le conocía esa ropa oscura con corbata que nunca le vio
usar, pero tenía que aceptar que éste era él, despojado de su olor y de su
color.
Allí fue como de repente se dió cuenta de que desde
una de las esquinas de la capilla en la que se encontraban lo miraba un señor
desconocido para él. La mirada sostenida de aquél hombre atravesaba el lugar
.Parecía que más nadie se percataba de éste ente extraño.
Gerardo se bajó de la silla que le había servido de
escalera, no estaba bien que él tan pequeño estuviese montado encima de el
ataúd y caminó hacia el hombre. Al verlo
de frente reconoció en sus ojos extraños la mirada de su viejo. El hombre
sonrió y le tomó de la mano. Sin palabras lo invitó a caminar y Gerardo se dejó
llevar.
-¿Eres tú?, preguntó esperanzado.
El hombre no asintió, solo le ofreció su mano
extendida. Así se fueron los dos hablando sobre los detalles de esa tarde tan
extraña en la que perdió y encontró a su abuelo en otros ojos.
Beatriz Garcia
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