miércoles, 26 de junio de 2013

Un cuento para hoy ...


El abuelo

Ahí estaba el pequeño frente a la caja alargada de madera brillante. Gerardo se acercó disimuladamente entre la gente y subió a una silla que estaba abandonada a un lado. Apoyo sus manos sobre el vidrio del ataúd, lucían diminutas. Manitos pequeñas de un tono rosado claro en comparación con las extremidades de el señor que yacía adentro del cajón.
El niño miraba con curiosidad tratando de descubrir una seña de parte de aquél hombre que amaba. No encontraba nada. La figura lucía como un muñeco de cera amarillento. Las manos de el hombre reposaban juntas sobre el pecho aferradas a una cruz de madera. No hacían justicia a las grandes manos cariñosas que tantas veces le acariciaron la cabeza con amor, veía como las uñas tenían el mismo color de la piel y la cara descansaba con una expresión inhumana.
Los ojos cerrados no le dejaban saber como se sentía y esto lo inquietaba…
- ¿Estará dormido? , se preguntaba.
Comenzó a pensar en que si tal vez se hubiesen equivocado y éste ser que yacía acostado en la caja, tal vez, solo tal vez, pudiese ser otra persona. Sería una imitación, un doble, un clon. Se paseó por la idea de que era posible que el abuelo estuviese en casa esperándolo con el vaso de leche y las galletas, sentado en la mesita de la cocina, con el radio encendido.
Las manitos de Gerardo, pequeñas, cabían en el vaso de leche donde mojaba las galletas…
- Mmmm, que ricas, pensó.
Se encaramó y apretó su naricita achatándola contra el vidrio. Estripada la nariz, tratando de olerlo, de sentir su aroma que ahora solo quedaba en su memoria.
Cada tarde él sabía que su abuelo estaba en casa por que el olor de su colonia llegaba a su nariz antes que el sonido que traía con sus pies cansados.
El lo esperaba ansioso, era un ritual aprendido y compartido entre el abuelo y el nieto. Dos generaciones distantes separadas por años y sin embargo la  diferencia de edad se diluía en el vaso de leche mientras los dos comían sus galletas y hablaban.
Gerardo pensaba triste que su abuelo ahora no lo llevaría más al kiosco a comprar las barajitas de el álbum de fútbol que tanto le gustaban. Ya no le contaría de las peripecias de su vida en una ciudad que se parecía a esta en la que vivían ahora pero que él insistía, no era la misma y Gerardo asentía inocente.
Nada tenía importancia en éste momento en el que ya solo trataba con dificultad de entender que era lo que pasaba. El porqué de este ser en la caja que parecía una copia de su querido abuelo.
Pensó como los acontecimientos había sido reveladores.
La vecina lo buscó al colegio y él sabía que cuando esa señora aparecía era por que algo malo sucedía en su familia. Así fue la otra vez, ella lo recogió en la tarde y cuando llegó a la casa el ambiente enrarecido le gritaba que algo malo sucedía y efectivamente esa noche su mamá le habló de cómo su perro ya no iba a estar más con ellos. No lo vió nunca más.
Eso era esa mujer en su recuerdo, un pájaro de mal agüero siempre con malas noticias.
Esa tarde cuando su abuelo no apareció y la vecina lo vino a despegar del borde de la escalera donde se había sentado en la salida del cole, Gerardo empezó a llorar inmediatamente. Entendió sin palabras. Nadie tuvo que hablarle de lo que le pasó a su amado abuelito, nadie tuvo que esforzarse en inventar historias, apenas miró a la  vecina, lo supo.
Desde hace un rato largo lo escrutaba y concluía que definitivamente éste muñeco inmóvil era lo que quedaba de su abuelito. No le gustaba. Ni siquiera le conocía esa ropa oscura con corbata que nunca le vio usar, pero tenía que aceptar que éste era él, despojado de su olor y de su color.
Allí fue como de repente se dió cuenta de que desde una de las esquinas de la capilla en la que se encontraban lo miraba un señor desconocido para él. La mirada sostenida de aquél hombre atravesaba el lugar .Parecía que más nadie se percataba de éste ente extraño.
Gerardo se bajó de la silla que le había servido de escalera, no estaba bien que él tan pequeño estuviese montado encima de el ataúd y caminó hacia el hombre. Al  verlo de frente reconoció en sus ojos extraños la mirada de su viejo. El hombre sonrió y le tomó de la mano. Sin palabras lo invitó a caminar y Gerardo se dejó llevar.
-¿Eres tú?, preguntó esperanzado.
El hombre no asintió, solo le ofreció su mano extendida. Así se fueron los dos hablando sobre los detalles de esa tarde tan extraña en la que perdió y encontró a su abuelo en otros ojos.




Beatriz Garcia